El hombre de la máscara de hierro

Según iba leyendo, el rey perdía el color, y aquella sorda cólera, iluminada por los multicolores fuegos, formaba un espectáculo terrible que hubiera hecho temblar a todos, de haber leído en aquel corazón destrozado por las más siniestras pasiones. Rotos los diques de sus celos y de su rabia desde el instante que descubrió la sombría verdad, para Luis XIV no hubo ya compasión, dulzura ni deberes de hospitalidad.

La carta, tirada a los pies del rey por Colbert, era la que había desaparecido junto con el lacayo Tobías en Fontainebleau, después de la tentativa de Fouquet en solicitud del amor de La Valiére.

El superintendente veía la palidez del rey y no adivinaba la causa; en cambio Colbert veía la cólera y allá en su ánimo se regocijaba de la proximidad de la tormenta.

La voz de Fouquet arrancó a Luis de su terrible abstracción.

—¿Qué os pasa, Sire? —preguntó con amabilidad suma el superintendente.

—Nada —respondió el rey, haciendo un violento esfuerzo sobre sí mismo.

—¿Por desgracia se encuentra mal Vuestra Majestad?

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