El hombre de la máscara de hierro

De este modo, custodiado y custodia dejaron arder las velas y aguardaron la luz del alba; y cuando Fouquet suspiraba demasiado alto, D’Artagnan roncaba con más fuerza.

Ninguna visita, ni la de Aramis, turbó su quietud, ni se oyó ruido alguno en el inmenso palacio.














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