El joven príncipe descendió de la habitación de Aramis, como el rey había descendido de la mansión de Morfeo. La cúpula bajó, obedeciendo a la presión de Herblay, y Felipe se encontró ante la cama real, que había subido nuevamente, después de haber dejado a Luis XIV en las profundidades del subterráneo.
Solo, en presencia de aquel lujo, solo ante su poder, ante el papel que iba a verse forzado a desempeñar, Felipe sintió, por primera vez abrirse su alma a las múltiples emociones que son los latidos vitales de un corazón de rey; pero palideció al contemplar aquella cama vacía y aun arrugada por el cuerpo de su hermano.
Felipe se inclinó para examinar mejor la cama, y vio el pañuelo todavía humedecido con el sudor que corriera por la frente de Luis XIV. Aquel sudor aterró a Felipe como la sangre de Abel aterró a Caín.