El hombre de la máscara de hierro

—Heme aquí cara a cara con mi destino —dijo entre sí Felipe, pálido y con las pupilas ardientes—. ¿Será más terrible que no doloroso ha sido mi cautiverio? ¿Obligado a seguir a cada instante la soberanía del pensamiento, daré eternamente oído a los escrúpulos de mi corazón?… Sí, el rey ha descansado en esta cama; su cabeza ha impreso esta concavidad en la almohada, y sus amargas lágrimas han humedecido este pañuelo… ¡Y vacilo en acostarme en esta cama, en apretar entre mis dedos este pañuelo que ostenta las armas y la cifra del rey!… ¡Oh! imitemos al señor de Herblay, que dice que la acción debe siempre adelantarse un grado al pensamiento; sí, imitemos al señor de Herblay, que siempre piensa en sí mismo y se tiene por hombre honrado cuando sólo contraría o vende a sus enemigos. Esta cama yo la habría usado si Luis XIV no me lo hubiese impedido con el crimen de nuestra madre; sólo yo habría tenido derecho a servirme de este pañuelo con el escudo de Francia, si, como dice el señor de Herblay, me hubiesen dejado en mi sitio en la cuna real… ¡Felipe, hijo de Francia, sube a tu cama! ¡Felipe, único rey de Francia, recobra tu blasón! ¡Felipe, único heredero presunto de Luis XIII, tu padre, no tengas compasión para el usurpador, que en este instante ni siquiera siente remordimiento alguno por lo que te ha hecho padecer!


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