El hombre de la máscara de hierro

Beaufort

Ya el duque se había apeado y buscaba algo alrededor.

—Aquí estoy, monseñor —dijo Athos.

—¡Hola! Buenas noches, ¿es muy tarde para un amigo, querido conde?

Beaufort, del brazo de Athos entró en casa, seguido de Raúl que iba respetuosa y modestamente entre los oficiales del príncipe, de los cuales muchos eran amigos suyos.

El príncipe se volvió en el instante en que Raúl, para dejarle solo con Athos cerraba la puerta para pasar con los oficiales a una sala contigua.

—¿Es ese el mozo de quien he oído tantos elogios de boca del señor príncipe de Condé? —preguntó Beaufort.

—Sí, monseñor —respondió el conde.

—¡Es todo un soldado! No está de más aquí. Decidle que se quede, conde.

—Raúl, quedaos, ya que monseñor lo consiente —dijo Athos.

—¡Caramba! es gallardo y hermoso —prosiguió el duque—. ¿Me lo daréis si os lo pido?

—¿En qué sentido me lo preguntáis, monseñor? —dijo el conde.

—He venido para despedirme de vos.

—¿Para despediros, monseñor?

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