El hombre de la máscara de hierro

El caballo blanco y el caballo negro

—Es sorprendente —dijo entre sí el gascón—; ¡Gourville corriendo alegre por la calle, cuando está casi seguro de que al señor Fouquet le amaga un peligro, y cuando es también casi seguro de que él es quien ha avisado al superintendente por medio de la carta que éste ha rasgado en mil pedazos aquí mismo! ¿Gourville se restriega las manos? señal de que ha hecho algo de provecho. ¿De dónde vendrá? Llega por la calle de las Hierbas. ¿Adónde va a parar esa calle?

D’Artagnan miró por encima de las casas de Nantes, dominadas por el palacio, la línea trazada por las calles, como pudiera haberlo hecho en el plano topográfico; sólo que en vez de un papel extendido, vacío y desierto, el plano viviente se levantaba en relieve con los movimientos, el vocerío y las figuras de personas y cosas. Extramuros se extendía la verde llanura, cerrada por el encendido horizonte y surcada por las azuladas aguas del Loira y por las verdinegras aguas de los pantanos. De las puertas de Nantes partían dos blancos caminos que divergían como dos dedos separados de una mano gigantesca.


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