El hombre de la máscara de hierro

En el cual la ardilla cae y la culebra vuela

Eran las dos de la tarde, y el rey, inquieto, iba y venía de su gabinete a la azotea, abriendo de vez en cuando la puerta del corredor para ver lo que hacían sus secretarios.

Colbert, sentado en el mismo sitio en que Saint-Aignán pasó tanto tiempo por la mañana, estaba conversando en voz baja con Brienne. Luis XIV abrió de pronto la puerta y les preguntó:

—¿De qué estáis hablando?

—De la primera sesión de los estados —respondió Brienne levantándose.

—Está bien —repuso el monarca entrando otra vez.

Cinco minutos después la campanilla llamó a rose, por ser ya la hora de despacho.

—¿Habéis acabado vuestras copias? —preguntó el rey.

—Aun no, Sire.

—Ved si ha regresado el señor de D’Artagnan.

—Todavía no.

—¡Es extraño! —murmuró el rey—. Llamad al señor Colbert.

Colbert entró.

—Señor Colbert —dijo el rey con viveza—, sería del caso indagar qué ha sido del señor de D’Artagnan.

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