El hombre de la máscara de hierro

En la gruta

A pesar de la especie de adivinación que constituía la nota más saliente del carácter de Aramis, los acontecimientos, sujetos a las alternativas de todo lo que está sometido al azar, no se desenvolvieron en absoluto cual previó el obispo de Vannes. Biscarrat, mejor montado que sus compañeros, y comprendiendo que zorro y perros habían desaparecido en las profundidades del subterráneo, fue el que primero llegó a la entrada de la gruta; pero dominado por el supersticioso terror que infunde naturalmente al hombre toda vía subterránea y obscura, se detuvo en la parte exterior y aguardó a sus compañeros.

—¿Y bien? —preguntaron éstos al llegar jadeantes y no explicándose la inacción de Biscarrat.

—Fuerza es que zorro y jauría hayan desaparecido engullidos en ese subterráneo, pues no se oye a los perros.

—¿Por qué han dejado de ladrar, pues? —objetó uno de los guardias.

—Es extraño —añadió otro.

—¡Qué caramba! —repuso otro de los guardias—. Entremos. ¿Acaso está prohibido entrar en la gruta?

—No —respondió Biscarrat—. Pero está obscura como boca de lobo y puede uno descalabrarse.

—Y si no que lo digan nuestros perros —dijo un guardia—. De fijo se han estrellado.

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