El hombre de la máscara de hierro

—¿Qué diablos ha sido de ellos? —se preguntaron unos y otros.

Y cada uno llamó a su respectivo perro por su nombre y lanzó su silbido favorito; pero ninguno respondió al silbido ni al llamamiento.

—Puede que sea una gruta encantada —dijo Biscarrat. Y apeándose y adelantándose un paso hacia el subterráneo añadió—: Veamos.

—Aguárdate: te acompaño —repuso uno de los guardias al ver que Biscarrat iba a desaparecer en las tinieblas.

—No —replicó Biscarrat—. No nos arriesguemos todos a la vez. Aquí ha pasado algo extraordinario. Si dentro de diez minutos no he vuelto, entrad juntos.

—Bien, te aguardamos —dijeron los guardias.

Y, sin apearse, formaron un círculo alrededor de la gruta.

Biscarrat entró, pues, solo; se adelantó en medio de la negrura hasta tocar con el pecho el mosquete de Porthos, y al tender la mano para saber lo que le oponía aquella resistencia, tomó el frío cañón del arma. Al mismo instante Ibo blandió su cuchillo, que iba a descargar sobre el joven con toda la fuerza de un brazo bretón, cuando el férreo puño de Porthos le detuvo a la mitad del camino.

—¡No quiero que le maten! —exclamó Porthos con voz de trueno.

eXTReMe Tracker