El hombre de la máscara de hierro

Porthos exhaló un suspiro, pero obedeció. La barra de hierro descargó en mitad de la cabeza de Biscarrat, que cayó muerto con la palabra en los labios. Luego la formidable barra volvió a levantarse para descargar diez veces en diez segundos y dejar tendidos diez hombres. Los soldados nada veían: sólo oían ayes y suspiros y hollaban cuerpos; todavía no sabían lo que pasaba, y avanzaron tropezando unos con otros, mientras la implacable barra subía y bajaba incesantemente hasta acabar con el primer pelotón, sin que un solo ruido hubiese puesto sobre aviso al pelotón segundo, que avanzaba tranquilamente, aunque alumbrado por una antorcha formada de las entretejidas ramas de un pequeño pino que el capitán arrancó fuera de la gruta. Al llegar al compartimiento en que Porthos, semejante al ángel exterminador, destruyó cuantos tocó, la primera fila retrocedió aterrorizada. Ninguna descarga había contestado a las descargas de los guardias, y sin embargo, ante sí tenían un montón de cadáveres y sus pies nadaban literalmente en sangre. Porthos continuaba detrás de su pilar. El capitán, al alumbrar con la trémula luz del inflamado pino aquella horrible carnicería de la que en vano buscaba la causa, retrocedió hasta el pilar tras el cual estaba Porthos; entonces salió de la obscuridad una mano descomunal, agarró el pescuezo del capitán, que lanzó un estertoroso ronquido, azotó el aire con las manos, soltando la antorcha, que se apagó en la sangre, y un segundo después cayó junto a la antorcha. Todo se hizo misteriosamente y como por arte de magia. Entonces, el teniente, obedeciendo a un impulso irreflexivo, instintivo, maquinal, dio la voz de ¡fuego! Una descarga retumbó, aulló en aquellas concavidades y arrancó enormes piedras de las bóvedas; la caverna, por un instante quedó iluminada por la luz de los fogonazos, pero luego más oscura a causa del humo. Tras la descarga reinó el más profundo silencio, sólo turbado por los pasos de la tercera brigada que entraba en el subterráneo.

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