En el momento en que Porthos, más acostumbrado a la obscuridad que los que entraban, miraba en torno de sí, para ver si en medio de aquella negrura Aramis le hacía alguna señal, sintió un golpecito en el brazo, y en su oído una voz suave que decía:
—Venid.
—¿Adónde? —dijo Porthos.
—¡Silencio! —repuso Aramis, todavía más quedo.
Con el ruido de la tercera brigada que continuaba avanzando, y acompañados de las imprecaciones de los guardias que quedaron en pie y del estertor de los moribundos, Aramis y Porthos se escurrieron, sin ser vistos, a lo largo de las graníticas paredes de la gruta. Aramis condujo a su amigo al penúltimo compartimiento, y le mostró, en un; hueco de la pared, un barril de pólvora de sesenta a ochenta libras de peso, al cual había aplicado una mecha.
—Amigo mío —dijo Herblay a Porthos—, vais a tomar este barril del que voy a encender la mecha, y arrojarlo en medio de nuestros enemigos; ¿podéis?
—¡Ya lo creo! —contestó Porthos.
—Encended la mecha. Aguardad a que estén todos reunidos; luego, Júpiter mío, lanzad vuestro rayo en medio de ellos.
—Encended la mecha —repitió el gigante.