El hombre de la máscara de hierro

El testamento de Porthos

Pierrefonds estaba en el máximo luto. Los patios estaban desiertos, las caballerizas cerradas, las terrazas abandonadas. Las fuentes de los estanques parábanse de suyo.

Por los caminos que llegaban al castillo, quien montando en una mula, quien subido sobre un jaco, venían algunos graves personajes vecinos de campo, o si decimos los párrocos y los bailíos de las tierras limítrofes, todos los cuales y uno tras otro entraron silenciosos en el castillo, entregaron sus respectivas monturas a un palafrenero afligido y, guiados por un criado, vestido de luto, se encaminaron al salón, donde en el umbral Mosquetón recibía a los llegados.

En dos días había Mosquetón enflaquecido de tal suerte, que se zarandeaba dentro de su vestido como alfiler en canuto, y su rostro, marcado de puntos rojos y blancos como el de la Virgen de Van Dick, estaba surcado por dos argentados arroyos que abrían lecho en aquellos sus carrillos antes tan esféricos cuanto ahora enjutos.

Cada nuevo visitador arrancaba a Mosquetón nuevas lágrimas y era una compasión el verle llevar su manaza a la luz para no reventar en sollozos.

Todas aquellas visitas no tenían otro fin que el de la lectura del testamento de Porthos, anunciada para aquel día, y a la cual concurrieron todos los amigos del difunto, que no dejó pariente alguno, o cuantos sintieron despertársele la codicia.

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