La Dama de las Camelias

—Ahora —dijo—, venga a sentarse a mi lado y charlemos.

Prudence tenía razón: la respuesta que había traído a Marguerite la alegró.

—¿Me perdona el mal humor de esta noche? —me dijo, cogiéndome la mano.

—Estoy dispuesto a perdonarle muchos más.

—¿Y me quiere?

—Hasta volverme loco.

—¿A pesar de mi mal carácter?

—A pesar de todo.

—¿Me lo jura?

—Sí —le dije en voz baja.

Nanine entró entonces llevando platos, un pollo frío, una botella de Burdeos, fresas y dos cubiertos.

—No he dicho que le hagan el ponche —dijo Nanine—; para usted es mejor el Burdeos, ¿verdad, señor?

—Desde luego —respondí, emocionado todavía por las últimas palabras de Marguerite y con los ojos ardientemente fijos en ella.

—Bueno —dijo—, pon todo eso en la mesita y acércala a la cama; nos serviremos nosotros mismos. Llevas tres noches en vela y debes de tener ganas de dormir; ve a acostarte, no necesito nada.

—¿Hay que cerrar la puerta con dos vueltas de llave?

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