La Dama de las Camelias

—Señor —me respondió—, la señora estaba acostada y aún no se había despertado, pero en cuanto llame le entregarán la carta y, si hay respuesta, la traerán.

¡Dormía!

Veinte veces estuve a punto de mandar a buscar aquella carta, pero siempre me decía:

«Quizá se la hayan entregado ya y parecerá que me he arrepentido».

Cuanto más se acercaba la hora en que era verosímil que me respondiera, más lamentaba haberla escrito.

Dieron las diez, las once, las doce.

A las doce era el momento de acudir a la cita, como si nada hubiera sucedido. Al fin no sabía qué imaginar para salir del círculo de hierro que me oprimía.

Entonces, con esa superstición propia del que espera, creí que, si salía un rato, a la vuelta encontraría una respuesta. Las respuestas que se esperan con impaciencia siempre llegan cuando uno no está en casa.

Salí con el pretexto de ir a comer.

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