La Dama de las Camelias

—¿Hay que esperar respuesta? —me preguntó Joseph (pues mi criado, como todos los criados, se llamaba Joseph).

—Si le preguntan si espera respuesta, diga que no sabe y aguarde.

Me agarraba a la esperanza de que me respondiera.

¡Qué pobres y débiles somos!

Todo el tiempo que mi criado estuvo fuera me vi preso de una agitación extrema. Unas veces, recordando cómo Marguerite se había entregado a mí, me preguntaba con qué derecho le escribía una carta tan impertinente, cuando podía responderme que no era el señor de G… quien me engañaba, sino yo quien engañaba al señor de G…, razonamiento que permite a muchas mujeres tener varios amantes. Otras veces, recordando los juramentos de aquella chica, quería convencerme de que mi carta aún era demasiado suave y que no había expresiones bastante fuertes para afrentar a una mujer que se reía de un amor tan sincero como el mío. Luego me decía que habría sido mejor no escribirle a ir a su casa durante el día, y que de ese modo habría gozado con las lágrimas que le habría hecho derramar.

Finalmente me preguntaba qué me respondería, dispuesto ya a creer la excusa que me diera.

Volvió Joseph.

—¿Y qué? —le dije.

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