La Dama de las Camelias

Espero que su indisposición de ayer no haya sido grave. A las once de la noche estuve a preguntar por usted y me dijeron que no había vuelto. El señor de G… tuvo más suerte que yo, pues se presentó unos instantes después, y a las cuatro de la mañana aún seguía en su casa.

Perdóneme las pocas horas aburridas que le he hecho pasar, y puede estar segura de que no olvidaré jamás los momentos felices que le debo.

Desearía ir hoy a saber de usted, pero pienso volver a casa de mi padre.

Adiós, mi querida Marguerite; no soy lo suficientemente rico para amarla como yo querría, ni lo suficientemente pobre para amarla como querría usted. Olvidemos, pues, usted un nombre que debe de serle casi indiferente, y yo una felicidad que me resulta imposible.

Le devuelvo su llave, que nunca me ha servido y que podrá serle útil, si se pone a menudo tan enferma como se puso ayer.

Ya ve usted, no tuve valor para terminar aquella carta sin añadir una impertinente ironía, que demostraba lo enamorado que aún estaba de ella.

Leí y releí diez veces la carta, y la idea de que daría un disgusto a Marguerite me calmó un poco. Intentaba enardecerme con los sentimientos que la carta afectaba y, cuando a las ocho llegó a casa mi criado, se la di para que la llevara enseguida.

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