La Dama de las Camelias

Ya le he dicho que yo no tenía fortuna. Mi padre era y sigue siendo recaudador general en G… Goza allí de una gran reputación de lealtad, gracias a la cual encontró la fianza que tenía que depositar para entrar en funciones. Tal recaudación le proporciona cuarenta mil francos al año, y en los diez años que lleva ha reintegrado la fianza y se ha preocupado de ir ahorrando para la dote de mi hermana. Mi padre es el hombre más honrado que se pueda encontrar. Mi madre, al morir, dejó seis mil francos de renta, que él dividió entre mi hermana y yo el día en que obtuvo el cargo que solicitaba; luego, cuando hice veintiún años, añadió a esos pequeños ingresos una pensión anual de cinco mil francos, asegurándome que con ocho mil francos podría ser muy feliz en París, si junto a aquella renta me ponía a labrarme una posición en el foro o en la medicina. Vine, pues, a París, hice derecho, saqué el título de abogado y, como muchos otros jóvenes, me metí el diploma en el bolsillo y me dejé llevar un poco por la vida indolente de París. Mis gastos eran muy modestos; sólo que gastaba en ocho meses los ingresos de todo el año y me pasaba en casa de mi padre los cuatro meses de verano, lo que en resumidas cuentas suponía doce mil libras de renta y me daba la reputación de un buen hijo. Por otra parte, no debía un céntimo.

Así estaban las cosas cuando conocí a Marguerite.

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