La Dama de las Camelias

Muchas veces, al caer la noche, íbamos a sentarnos bajo el bosquecillo que dominaba la casa. Allí escuchábamos las alegres armonías de la noche, pensando los dos en la hora próxima que iba a dejarnos a uno en brazos del otro hasta la mañana siguiente. Otras veces nos quedábamos acostados todo el día, sin dejar siquiera que penetrara el sol en nuestra habitación. Las cortinas estaban herméticamente cerradas, y el mundo exterior se detenía un momento para nosotros. Sólo Nanine podía abrir nuestra puerta, pero solamente para traernos de comer; y aun así lo hacíamos sin levantarnos a interrumpiéndolo sin cesar con risas y locuras. A esto sucedía un sueño de unos instantes, pues, desapareciendo en nuestro amor, éramos como dos buceadores obstinados que no vuelven a la superficie más que para recobrar aliento.

Sin embargo a veces sorprendía yo momentos de tristeza e incluso de lágrimas en Marguerite; le preguntaba de dónde procedía aquella pena súbita, y me respondía:

Nuestro amor no es un amor ordinario, mi querido Armand. Me quieres como si nunca hubiera pertenecido a nadie, y me da miedo que más tarde te arrepientas de tu amor y mires mi pasado como un crimen, obligándome a arrojarme otra vez a la existencia en medio de la cual me recogiste. Piensa que ahora que he probado y una nueva vida moriría al reemprender la otra. Dime que no me abandonarás nunca.

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