La Dama de las Camelias

—¡Te lo juro!

Ante aquellas palabras me miraba como para leer en mis ojos si mi juramento era sincero, luego se arrojaba en mis brazos y, escondiendo su cabeza en mi pecho, me decía:

—¡Es que no sabes cuánto te quiero!

Una noche, acodados en el alféizar de la ventana, mirábamos la luna, que parecía salir con dificultad de su lecho de nubes, y escuchábamos el viento, que se agitaba ruidosamente entre los árboles; estábamos cogidos de la mano y llevábamos ya un largo cuarto de hora sin hablar, cuando Marguerite me dijo:

—Ya está aquí el invierno, ¿quieres que nos vayamos?

—¿Y adónde?

—A Italia.

—¿Te aburres?

—Me da miedo el invierno, y sobre todo me da miedo nuestro regreso a París.

—¿Por qué?

—Por muchas cosas.

Y prosiguió bruscamente, sin darme las razones de sus temores:

—¿Quieres que nos vayamos? Venderé todo lo que tengo, nos iremos a vivir allá, no me quedará nada de lo que fui, nadie sabrá quién soy. ¿Quieres?

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