La Dama de las Camelias

—¿Por qué me has engañado? Has ido a casa de Prudence.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nanine.

—¿Y cómo lo sabe?

—Porque te ha seguido.

—¿Entonces le dijiste tú que me siguiera?

—Sí. Pensé que tenía que haber un motivo poderoso para hacerte ir así a París, a ti que no me has dejado en cuatro meses.

Temía que lo hubiera ocurrido una desgracia o quizá que fueras a ver a otra mujer.

—¡Qué cría eres!

—Ahora estoy tranquila; sé lo que has hecho, pero no sé aún lo que te han dicho.

Enseñé a Marguerite las cartas de mi padre.

—No es eso lo que te pregunto: lo que me gustaría saber es para qué has ido a casa de Prudence.

—Para verla.

—Estás mintiendo, amigo mío.

—Bueno, pues he ido a preguntarle si el caballo estaba mejor, y si ya no le hacía falta tu chal de cachemira ni tus joyas.

Marguerite enrojeció, pero no respondió.

—Y —continué— me he enterado del use que has hecho de los caballos, de las cachemiras y de los diamantes.

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