Madame Bovary

Se fue a la Pâture, en lo alto de la cuesta de Argueil, a la entrada del bosque; se acostó en el suelo bajo los abetos, y miró el cielo a través de sus dedos.

—¡Qué aburrimiento! —se decía—, ¡qué aburrimiento!

Se consideraba digno de lástima viviendo en aquel pueblo con Homais por amigo y el señor Guillaumin por patrón. Este último, absorbido por sus negocios, con anteojos de montura de oro y patillas pelirrojas sobre corbata blanca, no entendía nada de delicadezas del espíritu, aunque se daba un tono tieso e inglés que había deslumbrado al pasante en los primeros tiempos. En cuanto a la mujer del farmacéutico, era la mejor esposa de Normandía, mansa como un cordero, tierna amante de sus hijos, de su padre, de su madre, de sus primos, compasiva de las desgracias ajenas, despreocupada de sus labores y enemiga de los corsés; pero tan lenta en sus movimientos, tan aburrida de escuchar, de un aspecto tan ordinario y de una conversación tan limitada, que a León nunca se le había ocurrido, aunque ella tenía treinta años y él veinte, aunque dormían puerta con puerta, y le hablaba todos los días, que pudiera ser una mujer para alguien, ni que poseyera de su sexo más que el vestido.

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