Madame Bovary

Emma, que le daba el brazo, se apoyaba un poco sobre su hombro, y miraba el disco del sol que irradiaba a lo lejos, en la bruma, su palidez deslumbrante; pero volvió la cabeza: Carlos estaba allí. Llevaba la gorra hundida hasta las cejas, y sus gruesos labios temblequeaban, lo cual añadía a su cara algo de estúpido; su espalda incluso, su espalda tranquila resultaba irritante a la vista, y Emma veía aparecer sobre la levita toda la simpleza del personaje.

Mientras que ella lo contemplaba, gozando así en su irritación de una especie de voluptuosidad depravada, León se adelantó un paso. El frío que le palidecía parecía depositar sobre su cara una languidez más suave; el cuello de la camisa, un poco flojo, dejaba ver la piel; un pedazo de oreja asomaba entre un mechón de cabellos y sus grandes ojos azules, levantados hacia las nubes, le parecieron a Emma más límpidos y más bellos que esos lagos de las montañas en los que se refleja el cielo.

—¡Desgraciado! —exclamó de pronto el boticario.

Y corrió detrás de su hijo, que acababa de precipitarse en un montón de cal para pintar de blanco sus zapatos. A los reproches con que le abrumaba, Napoleón comenzó a dar gritos, mientras que Justino le limpiaba los zapatos con un puñado de paja. Pero hizo falta una navaja; Carlos le ofreció la suya.

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