Madame Bovary

Capítulo III

Una mañana el tío Rouault fue a pagar a Carlos los honorarios por el arreglo de su pierna: setenta y cinco francos en monedas de cuarenta sueldos[9], y un pavo. Se había enterado de la desgracia y le consoló como pudo.

—Ya sé lo que es eso —decía, dándole palmaditas en el hombro—, yo también he pasado por ese trance. Cuando perdí a mi pobre difunta, me iba por los campos para estar solo, caía al pie de un árbol, lloraba, invocaba a Dios, le decía tonterías; hubiera querido estar como los topos[10], que veía colgados de las ramas con el vientre corroído por los gusanos, muerto, en una palabra. Y cuando pensaba que otros en aquel momento estaban estrechando a sus buenas mujercitas, golpeaba fuertemente con mi bastón, estaba como loco, ya no comía; la sola idea de ir al café puede creerme, me asqueaba. Pues bien, muy suavemente, un día tras otro, primavera tras invierno y otoño tras verano, aquello se fue pasando brizna a brizna, migaja a migaja; aquello se fue, desapareció, bajó, es un decir, pues siempre queda algo en el fondo, como quien dice… un peso aquí, en el pecho.


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