Madame Bovary

Capítulo VIII

Por el camino se iba preguntando: «¿Qué le voy a decir? ¿Por dónde empezaré?». Y a medida que se acercaba, reconocía los matorrales, los árboles, los juncos marinos sobre la colina, el castillo allá lejos. Se reencontraba a sí misma en las sensaciones de su primer amor, y su pobre corazón oprimido se ensanchaba tiernamente en él. Un aire tibio le daba en la cara; la nieve, al fundirse, caía gota a gota de las yemas sobre la hierba.

Entró, como antaño, por la pequeña puerta del parque, después llegó al patio de honor, que estaba bordeado por una doble fila de tilos frondosos. Balanceaban silbando sus largas ramas. Los perros en la perrera ladraron todos a la vez, y el estrépito de sus voces resonaba sin que apareciese nadie.

Subió la amplia escalera recta, con balaustrada de madera, que conducía al corredor pavimentado de losas polvorientas al que daban varias habitaciones en hilera, como en los monasterios o las posadas. La suya estaba al final, a la izquierda. Cuando llegó a poner los dedos en la cerradura sus fuerzas le abandonaron súbitamente. Temía que no estuviese allí, casi lo deseaba, y ésta era, sin embargo, su única esperanza, la última oportunidad de salvación. Se recogió un minuto, y, armándose de valor ante la necesidad presente, entró.

Rodolfo estaba junto al fuego, los dos pies sobre la chambrana, fumando una pipa.

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