Madame Bovary

—¡Anda!, ¿es usted? —dijo él levantándose bruscamente.

—¡Sí, soy yo!… Quisiera, Rodolfo, pedirle un consejo.

Y a pesar de todos sus esfuerzos, le era imposible abrir la boca.

—¡No ha cambiado, sigue tan encantadora!

—¡Oh! —replicó ella amargamente, son tristes encantos, amigo mío, pues usted los ha desdeñado.

Entonces él inició una explicación de su conducta disculpándose vagamente a falta de poder inventar algo mejor.

Emma se dejó impresionar por sus palabras y más aún por su voz y por la contemplación de su persona; de modo que fingió creer, o quizás creyó, en el pretexto de su ruptura; era un secreto del que dependían el honor a incluso la vida de una tercera persona.

—¡No importa! —dijo ella mirándolo tristemente—, ¡he sufrido mucho!

Él respondió en un aire filosófico:

—¡La vida es así!

—¿Ha sido, por lo menos —replicó Emma—, buena para usted después de nuestra separación?

—¡Oh!, ni buena… ni mala.

—Quizás habría sido mejor no habernos dejado nunca.

—¡Sí…, quizás!

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