Siempre hay detrás de la muerte de alguien como una estupefacción que se desprende, tan difícil es comprender esta llegada inesperada de la nada y resignarse a creerlo. Pero cuando se dio cuenta de su inmovilidad, Carlos se echó sobre ella gritando:
—¡Adiós!, ¡adiós!
Homais y Canivet le sacaron fuera de la habitación.
—¡Tranquilícese!
—Sí —decía debatiéndose, seré razonable, no haré daño. Pero déjenme. ¡Quiero verla!, ¡es mi mujer!
Y lloraba.
—Llore —dijo el farmacéutico, dé rienda suelta a la naturaleza, eso le aliviará.
Carlos, sintiéndose más débil que un niño, se dejó llevar abajo, a la sala, y el señor Homais pronto se volvió a su casa.
En la plaza fue abordado por el ciego, quien habiendo llegado a Yonville con la esperanza de la pomada antiflogística, preguntaba a cada transeúnte dónde vivía el boticario.
—¡Vamos, hombre!, ¡como si no tuviera otra cosa que hacer! Ten paciencia, vuelve más tarde.
Y entró precipitadamente en la farmacia.