Madame Bovary

Capítulo V

La fachada de ladrillos se alineaba justo con la calle, o más bien con la carretera. Detrás de la puerta estaban colgados un abrigo de esclavina, unas bridas de caballo, una gorra de visera de cuero negro y en un rincón, en el suelo, un par de polainas todavía cubiertas de barro seco. A la derecha estaba la sala, es decir, la pieza que servía de comedor y de sala de estar.

Un papel amarillo canario, orlado en la parte superior por una guirnalda de flores pálidas, temblaba todo él sobre la tela poco tensa; unas cortinas de calicó blanco, ribeteadas de una trencilla roja, se entrecruzaban a lo largo de las ventanas, y sobre la estrecha repisa de la chimenea resplandecía un reloj con la cabeza de Hipócrates entre dos candelabros chapados de plata bajo unos fanales de forma ovalada. Al otro lado del pasillo estaba el consultorio de Carlos. Pequeña habitación de unos seis pasos de ancho, con una mesa, tres sillas y un sillón de despacho. Los tomos del Diccionario de Ciencias Médicas, sin abrir, pero cuya encuadernación en rústica había sufrido en todas las ventas sucesivas por las que había pasado, llenaban casi ellos solos los seis estantes de una biblioteca de madera de abeto.

El olor de las salsas penetraba a través de la pared durante las consultas, lo mismo que se oía desde la cocina toser a los enfermos en el despacho y contar toda su historia.

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