Madame Bovary

Capítulo VII

A veces pensaba que, a pesar de todo, aquellos eran los más bellos días de su vida, la luna de miel como decían. Para saborear su dulzura, habría sin duda que irse a esos países de nombres sonoros donde los días que siguen a la boda tienen más suaves ocios.

En sillas de posta, bajo cortinillas de seda azul, se sube al paso por caminos escarpados, escuchando la canción del postillón, que se repite en la montaña con las campanillas de las cabras y el sordo rumor de, la cascada.

Cuando se pone el sol, se respira a la orilla de los golfos el perfume de los limoneros; después, por la noche, en la terraza de las quintas, a solas y con los dedos entrecruzados, se mira a las estrellas haciendo proyectos. Le parecía que algunos lugares en la tierra debían de producir felicidad, como una planta propia de un suelo y que no prospera en otra parte. ¡Quién pudiera asomarse al balcón de los chalets suizos o encerrar su tristeza en una casa de campo escocesa, con su marido vestido de frac de terciopelo negro de largos faldones y calzado con botas flexibles y con un sombrero puntiagudo y puños en las bocamangas!

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