El malestar en la cultura

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Mi estudio sobre El porvenir de una ilusión, lejos de estar dedicado principalmente a las fuentes más profundas del sentido religioso, se refería más bien a lo que el hombre común concibe como su religión, al sistema de doctrinas y promisiones que, por un lado, le explican con envidiable integridad los enigmas de este mundo, y por otro, le aseguran que una solícita Providencia guardará su vida y recompensará en una existencia ultraterrena las eventuales privaciones que sufra en ésta. El hombre común no puede representarse esta Providencia sino bajo la forma de un padre grandiosamente exaltado, pues sólo un padre semejante sería capaz de comprender las necesidades de la criatura humana, conmoverse ante sus ruegos, ser aplacado por las manifestaciones de su arrepentimiento. Todo esto es a tal punto infantil, tan incongruente con la realidad, que el más mínimo sentido humanitario nos tornará dolorosa la idea de que la gran mayoría de los mortales jamás podría elevarse por semejante concepción de la vida. Más humillante aún es reconocer cuán numerosos son nuestros contemporáneos que, obligados a reconocer la posición insostenible de esta religión, intentan, no obstante, defenderla palmo a palmo en lastimosas acciones de retirada. Uno se siente tentado a formar en las filas de los creyentes para exhortar a no invocar en vano el nombre del Señor, a aquellos filósofos que creen poder salvar al Dios de la religión reemplazándolo por un principio impersonal, nebulosamente abstracto. Si algunas de las más excelsas mentes de tiempos pasados hicieron otro tanto, ello no constituye justificación suficiente, pues sabemos por qué se vieron obligados a hacerlo.

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