La letra escarlata
La letra escarlata DE este modo Rogerio Chillingworth,—viejo, deforme, y con un rostro que se quedaba grabado en la memoria de los hombres más tiempo de lo que hubieran querido,—se despidió de Ester y continuó su camino en la tierra. Iba recogiendo aquà una hierba, arrancaba más allá una raÃz, y lo ponÃa todo en el cesto que llevaba al brazo. Su barba gris casi tocaba el suelo cuando, inclinado, proseguÃa hacia adelante. Ester le contempló un momento, con cierta extraña curiosidad, para ver si las tiernas hierbas de la temprana primavera no se marchitarÃan bajo sus pies, dejando un negro y seco rastro al través del alegre verdor que cubrÃa el suelo. Se preguntaba qué clase de hierbas serÃan esas que el anciano recogÃa con tanto cuidado. ¿No le ofrecerÃa la tierra, avivada para el mal, en virtud del influjo de su maligna mirada, raÃces y hierbas venenosas de especies hasta ahora desconocidas que brotarÃan al contacto de sus dedos? ¿Ó no bastarÃa ese mismo contacto para convertir en algo deletéreo y mortÃfero los productos más saludables del seno de la tierra? El sol, que con tanto esplendor brillaba donde quiera, ¿derramaba realmente sobre él sus rayos benéficos? ¿Ó acaso, como más bien parecÃa, le rodeaba un cÃrculo de fatÃdica sombra que se movÃa á par de él donde quiera que dirigiera sus pasos? ¿Y á dónde iba ahora? ¿No se hundirÃa de repente en la tierra, dejando un lugar estéril y calcinado que con el curso del tiempo se cubrirÃa de mortÃfera yerba mora, beleño, cicuta, apócimo, y toda otra clase de hierbas nocivas que el clima produjese, creciendo allà con horrible abundancia? ¿Ó tal vez extenderÃa enormes alas de murciélago, y echando á volar en los espacios, parecerÃa tanto más feo cuanto más ascendiera hacia el cielo?
