Nada había cambiado en el aspecto de la familia, como no fuera la mujer y las hijas, que habían sacado la ropa del paquete y se habían puesto medias y camisetas de lana. Dos cobertores nuevos estaban tendidos sobre las camas.
Jondrette se paseaba por el desván, de un extremo a otro, a largos pasos, y sus ojos brillaban.
La mujer se atrevió a preguntarle:
- Pero, ¿estás seguro?
- ¡Seguro! Han pasado ya ocho años, pero ¡lo reconozco! ¡Oh, sí, lo reconozco! ¡Le reconocí en seguida! ¿Tú no?
- No.
- ¡Y, sin embargo, te dije que pusieras atención! Pero es su estatura, su cara, apenas un poco más viejo; es el mismo tono de voz. Mejor vestido, es la única diferencia. ¡Ah, viejo misterioso del diablo, ya te tengo!
Se paró, y dijo a sus hijas:
- Vosotras, salid de aquí.
Las hijas se levantaron para obedecer. La madre balbuceó:
- ¿Con su mano mala?
- El aire le sentará bien -dijo Jondrette-. Idos. Estaréis aquí las dos a las cinco en punto, os necesito.