De súbito, la lejana y melancólica vibración de una campana hizo temblar los vidrios. Daban las seis en Saint-Médard.
Jondrette marcó cada campanada con un movimiento de cabeza. Cuando dio la sexta, despabiló la vela con los dedos. Después se puso a andar por el cuarto, escuchó en el corredor, se paseó y escuchó nuevamente.
- ¡Con tal que venga! -masculló.
Y se volvió a sentar.
Apenas se había sentado, se abrió la puerta.
La Jondrette la había abierto, y permanecía en el corredor, haciendo una horrible mueca amable, iluminada de abajo arriba por uno de los agujeros del farol.
- Entrad, mi bienhechor -dijo Jondrette, levantándose precipitadamente.
Apareció en la puerta el señor Blanco. Tenía una expresión de serenidad que lo hacía singularmente venerable. Puso sobre la mesa cuatro luises, y dijo:
- Señor Fabontou, aquí tenéis para el alquiler y para vuestras primeras necesidades. Después ya veremos.
- Dios os lo pague, mi generoso bienhechor -dijo Jondrette.