- En la cárcel -dijo Jean Valjean-. Allá estaba, pero rompí un barrote de la ventana, me escapé y estoy aquí. Voy a subir a mi cuarto. Avisad a sor Simplicia, por favor.
La portera obedeció de inmediato.
Jean Valjean entró en su dormitorio. La portera había recogido entre las cenizas las dos conteras del bastón y la moneda de Gervasillo ennegrecida por el fuego. Las colocó sobre un papel en el que escribió: "Estas son las conteras de mi garrote y la moneda robada de que hablé en el tribunal". Y lo dejó bien a la vista. Envolvió luego en una frazada los dos candelabros del obispo.
Entró sor Simplicia.
- ¿Queréis ver por última vez a esa pobre desdichada? -preguntó.
- No, Hermana, me persiguen y no quiero turbar su reposo.
Apenas terminaba de hablar, se oyó un gran estruendo en la escalera y la portera que decía casi a gritos:
- Señor, os juro que no ha entrado nadie aquí.
Un hombre respondió:
- Pero hay luz en ese cuarto.