María

Capítulo 39

 

A las ocho sonó la campanilla del comedor; pero no me consideré con la serenidad necesaria para estar cerca de María después de lo ocurrido.

Mi madre llamó a la puerta de mi cuarto.

—¿Es posible —me dijo cuando hubo entrado— que te dejes dominar así por este pesar? ¿No podrás, pues, hacerte tan fuerte como otras veces has podido? Así ha de ser, no sólo porque tu padre se disgustará, sino porque eres el llamado a darle ánimo a María.

En su voz había, al hablarme así, un dulce acento de reconvención hermanado con el más musical de la ternura.

Continuó haciéndome la relación de todas las ventajas que iba a reportarme aquel viaje, sin disimularme los dolores por los cuales tendría que pasar; y terminó diciéndome:

—Yo, en estos cuatro años que no estarás a mi lado, veré en María no solamente a una hija querida sino a la mujer destinada a hacerte feliz y que tanto ha sabido merecer el amor que le tienes: le hablaré constantemente de ti y procuraré hacerle esperar tu regreso como premio de tu obediencia y de la suya.

Levanté entonces la cabeza, que sostenían mis manos sobre la mesa, y nuestros ojos arrasados de lágrimas se buscaron y se prometieron lo que los labios no saben decir.

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