MarÃa
A mi regreso, que hice lentamente, la imagen de MarÃa volvió a asirse a mi memoria. Aquellas soledades, sus bosques silenciosos, su flores, sus aves y sus aguas, ¿por qué me hablaban de ella? ¿Qué habÃa allà de MarÃa? En las sombras húmedas, en la brisa que movÃa los follajes, en el rumor del rÃo… Era que veÃa el Edén, pero faltaba ella; era que no podÃa dejar de amarla, aunque no me amase. Y aspiraba el perfume del ramo de azucenas silvestres que las hijas de José habÃan formado para mÃ, pensando yo que acaso merecerÃan ser tocadas por los labios de MarÃa: asà se habÃan debilitado en tan pocas horas mis propósitos de la noche.
Apenas llegué a casa, me dirigà al costurero de mi madre: MarÃa estaba con ella; mis hermanas se habÃan ido al baño. Después de contestarme el saludo, MarÃa bajó los ojos sobre la costura. Mi madre se manifestó regocijada por mi vuelta; pues sobresaltados en casa con la demora, habÃan enviado a buscarme en aquel momento. Hablaba con ellas ponderando los progresos de José, y Mayo quitaba con la lengua a mis vestidos los cadillos que se les habÃan prendido en las malezas.
Levantó MarÃa otra vez los ojos, fijándolos en el ramo de azucenas que tenÃa yo en la mano izquierda, mientras me apoyaba con la derecha en la escopeta; creà comprender que las deseaba, pero un temor indefinible, cierto respeto a mi madre y a mis propósitos de por la noche, me impidieron ofrecérselas. Mas me deleitaba imaginando cuán bella quedarÃa una de mis pequeñas azucenas sobre sus cabellos de color castaño luciente. Para ella debÃan ser, porque habrÃa recogido durante la mañana azahares y violetas para el florero de mi mesa. Cuando entré a mi cuarto no vi una flor allÃ. Si hubiese encontrado enrollada sobre la mesa una vÃbora, no hubiera yo sentido emoción igual a la que me ocasionó la ausencia de las flores: su fragancia habÃa llegado a ser algo del espÃritu de MarÃa que vagaba a mi alrededor en las horas de estudio, que se mecÃa en las cortinas de mi lecho durante la noche… ¡Ah! ¡Conque era verdad que no me amaba! ¡Conque habÃa podido engañarme tanto mi imaginación visionaria! Y de ese ramo que habÃa traÃdo para ella, ¿qué podÃa yo hacer? Si otra mujer, bella y seductora, hubiese estado allà en ese momento, en ese instante de resentimiento contra mi orgullo, de resentimiento con MarÃa, a ella lo habrÃa dado a condición de que lo mostrase a todos y se embelleciera con él. Lo llevé a mis labios como para despedirme por última vez de una ilusión querida, y lo arrojé por la ventana.