MarÃa
Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo MarÃa Lleras, establecido en Bogotá hacÃa pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo.
En la noche vÃspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habÃan rodado por mi cuello algunas lágrimas suyas.
Me dormà llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos pesares que debÃa sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella precaución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el sueño vagase mi alma por todos los sitios donde habÃa pasado, sin comprenderlo, las horas más felices de mi existencia.
A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron con besos. MarÃa esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su mejilla sonrosada a la mÃa, helada por la primera sensación de dolor.
Pocos momentos después seguÃa yo a mi padre, que ocultaba el rostro a mis miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis últimos sollozos. El rumor del Zabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda, en las que solÃan divisarse desde la casa viajeros deseados; volvà la vista hacia ella buscando uno de tantos seres queridos: MarÃa estaba bajo las enredaderas que adornaban las ventanas del aposento de mi madre.