Carlos y yo nos presentamos en el comedor. Los asientos estaban distribuidos asÃ: presidÃa mi padre la mesa; a su izquierda acababa de sentarse mi madre; a su derecha don Jerónimo, que desdoblaba la servilleta sin interrumpir la pesada historia de aquel pleito que por linderos sostenÃa con don Ignacio; a continuación del de mi madre habÃa un asiento vacÃo y otro al lado del señor de M… ; en seguida de éstos, dándose frente, se hallaban MarÃa y Emma, y después los niños.
CumplÃame señalarle a Carlos cuál de los dos asientos vacantes debÃa ocupar. A tiempo de enseñárselo, MarÃa, sin mirarme, apoyó una mano en la silla que tenÃa inmediata, como solÃa hacerlo para indicarme, sin que lo comprendiesen los demás, que podÃa estar cerca de ella. Dudando quizá ser entendida, buscó instantáneamente mis ojos con los suyos, cuyo lenguaje en tales ocasiones me era tan familiar. No obstante, ofrecà a Carlos la silla que ella me brindaba, y me senté al lado de Emma.
Puso milagrosamente don Jerónimo punto final a su alegato de conclusión que habÃa presentado al juzgado el dÃa anterior, y volviéndose a mÃ, dijo: