Ya era hora de que Hans se marchase, pues poco después el maestro abrió violentamente la puerta y, al ver a K y a Frieda tranquilamente sentados sobre la mesa, gritó:
—¡Perdonad la molestia! Pero decidme cuándo vais a terminar por fin de arreglar la habitación. En la otra habitación se sientan todos apretados, así no se puede dar clase, mientras vosotros os estiráis aquí a vuestras anchas en la habitación grande y encima, para tener aún más sitio, habéis echado a los ayudantes. ¡Y ahora haced el favor de moveros!
Y dirigiéndose a K:
—¡Tú ahora me traes un tentempié de la posada del puente!
Todo eso lo gritó furioso, pero las palabras eran proporcionalmente suaves, incluso el grosero tuteo. K se mostró dispuesto a obedecer en seguida; sólo para sondear al maestro dijo:
—Me ha despedido.
—Despedido o no, tráeme mi tentempié —dijo el maestro.
—Despedido o no, eso es precisamente lo que quiero saber —dijo K.
—¿De qué hablas? No has aceptado el despido.
—¿Eso basta para anularlo? —preguntó K.