—Sà —dijo Olga—, Sordini es muy conocido, uno de los funcionarios más diligentes y del que se habla mucho, Sortini, por el contrario, es muy reservado y desconocido para la mayorÃa. Hace más de tres años que le vi por primera y última vez. Fue el 3 de julio en una fiesta de la compañÃa de bomberos, el castillo también habÃa participado y habÃa donado una nueva bomba de incendios. Sortini, que al parecer se ocupa en parte de asuntos relativos a los bomberos y a la protección contra incendios, aunque quizá sólo habÃa venido en representación —los funcionarios se representan mutuamente con frecuencia y por eso resulta difÃcil distinguir las competencias de unos y otros—, participó en la ceremonia de entrega de la bomba de incendios; naturalmente, también habÃan venido otros del castillo, funcionarios y sirvientes, y Sortini estaba, como corresponde a su carácter, siempre en un segundo plano. Es un hombre pequeño, débil y pensativo; algo que llamaba la atención a todo el que se fijaba en él era la forma en que se arrugaba su frente, todas las arrugas —y eran una gran cantidad, aunque no supera los cuarenta— se plegaban como un abanico desde la parte superior de la frente hasta la raÃz de la nariz, no he visto nunca nada parecido. Bueno, entonces se celebraba aquella fiesta. Nosotras, Amalia y yo, habÃamos esperado ese dÃa con gran alegrÃa, habÃamos arreglado los vestidos de domingo, especialmente el vestido de Amalia era muy bonito, con su blusa blanca que se ahuecaba en la pechera adornada de encajes, una fila sobre la otra; nuestra madre habÃa empleado para ello todos sus encajes, yo tenÃa envidia y lloré casi toda la noche anterior a la fiesta. Sólo cuando al dÃa siguiente vino a visitarnos la posadera de la posada del puente…