El Castillo

—¿Ya no te quiere? —le preguntó Pepi, mientras le traía un café y un pastel. Pero no lo preguntó con maldad como antes, sino con tristeza, como si mientras tanto hubiese conocido la maldad del mundo, frente a la cual fracasa toda maldad propia y se torna absurda. Habló a K como una compañera de infortunios, y cuando él probó el café y ella creyó ver que no lo consideraba lo suficientemente dulce, corrió y le trajo el azucarero. Su tristeza, sin embargo, no le había impedido aderezarse más que la última vez, se había trenzado cuidadosamente el pelo, pequeños rizos caían sobre la frente y las sienes y, alrededor del cuello, llevaba una cadena que colgaba hasta el escote de la blusa. Cuando K, satisfecho por haber dormido bien y por poder tomar un buen café, cogió disimuladamente una de las trenzas e intentó soltarla, Pepi le dijo cansada:

—Déjame —y se sentó frente a él en un barril.






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