El Castillo

III. FRIEDA

Donde se servían las bebidas, en una habitación grande, vacía en el centro, se sentaban cerca de la pared, al lado de barriles y sobre ellos, algunos campesinos, que, sin embargo, presentaban un aspecto diferente a los de la posada de K. Eran más limpios y uniformes, vestidos con un paño basto de color amarillo grisáceo, las chaquetas eran holgadas, los pantalones ceñidos. Eran hombres pequeños, a primera vista muy parecidos, con rostros angulosos y planos, pero al mismo tiempo de mejillas redondeadas. Todos parecían tranquilos y apenas se movían, sólo con la mirada perseguían a los que habían entrado, pero lentamente y con actitud indiferente. Sin embargo, como eran tantos y reinaba tanto silencio, ejercieron en K cierto efecto. Volvió a tomar el brazo de Olga para así aclarar a aquellos hombres su presencia. En una esquina se levantó un hombre, un conocido de Olga, y quiso aproximarse a ella, pero K la obligó a volverse en otra dirección con el brazo con el que se apoyaba. Nadie salvo Olga lo pudo notar; ella lo toleró con una sonriente mirada de soslayo.




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