El Fantasma de la Ópera

—A menos que, Christine, nos casáramos y nos esperáramos para siempre.

Ella le tapó la boca con la mano:

—¡Calle, Raoul!… ¡No se trata de eso, ya lo sabe de sobra!… ¡Y jamás nos casaremos! ¿De acuerdo?

Parecía no poder resistir una dicha desbordante que la había asaltado de repente. Empezó a dar palmadas con alegría infantil… Raoul la miraba inquieto, sin comprender.

—Pero, pero… —dijo ella de nuevo, tendiendo las manos al joven, o mejor dicho, dándoselas, como si súbitamente hubiera decidido hacerle un regalo—. Pero, aunque no podamos casarnos, sí podemos…, podemos prometernos… ¡No lo sabrá nadie más que nosotros, Raoul!… ¡Han habido casamientos secretos!… ¡Raoul, podemos prometernos por un mes!… ¡Dentro de un mes, usted se irá y yo podré ser feliz con el recuerdo de este mes durante toda la vida!

Estaba entusiasmada con su idea… Y volvió a ponerse seria.

—Esta —dijo— es una felicidad que no hará daño a nadie.

Raoul había comprendido. Se aferró a aquella inspiración. Quiso que inmediatamente se hiciera realidad. Se inclinó ante Christine con humildad sin par y dijo:

—¡Señorita, tengo el honor de pedir su mano!

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