Al día siguiente, volvió a verla en la ópera. Seguía llevando en el dedo el anillo de oro. Ella fue dulce y buena. Le informó acerca de los proyectos que tenía, de su futuro, de su carrera.
Él le comunicó que la salida de la expedición polar se había adelantado y que, dentro de tres semanas, de un mes a lo sumo, abandonaría Francia.
Ella le animó, casi con alegría, a pensar en el viaje con entusiasmo, como en una etapa más de su gloria futura. Y, al contestar le él que la gloria sin amor no ofrecía a sus ojos el menor encanto, ella lo trató como a un niño cuyas tristezas deben ser pasajeras. Él le dijo:
—¿Cómo puede hablar con tanta ligereza de cosas tan graves, Christine? ¡Puede que no volvamos a vernos jamás!… ¡Puedo morir durante esa expedición!
—Y yo también —se limitó a decir ella…
Ya no sonreía, ya no bromeaba. Parecía pensar en algo nuevo que le venía por primera vez a la mente. Su mirada brillaba.
—¿En qué piensa, Christine?
—Pienso en que ya no volveremos a vernos…
—¿Y eso es lo que la pone tan radiante?
—¡Y que dentro de un mes tendremos que decirnos adiós… para siempre!