—Lo que usted me obliga a hacer, Christine, es una cobardía —dijo Raoul, que estaba muy alterado—. Me hace huir. Es la primera vez en mi vida.
—¡Bah! —contestó Christine que empezaba a calmarse—. Creo que hemos huido de la sombra de nuestra imaginación.
—Si de verdad hemos visto a Erik, debería haberlo clavado a la lira de Apolo, como se clava a la lechuza en las tapias de nuestras granjas bretonas, y ya no hubiéramos tenido que ocupamos de él.
—Mi buen Raoul, primero habría tenido que subir a la lira de Apolo, y no es cosa fácil.
—Sin embargo, los ojos de brasa estaban allí.
—¡Bueno! Ya está usted como yo, dispuesto a verlo en todas partes, pero si se reflexiona, uno se dice: lo que he tomado por ojos de brasa no eran más que los clavos de oro de dos estrellas que contemplaban la ciudad a través de las cuerdas de la lira.
Y Christine bajó un piso más, seguida por Raoul.
—Ya que está decidida del todo a partir, Christine —dijo el joven—, vuelvo a insistir que valdría más huir ahora mismo. ¿Por qué esperar a mañana? ¡Quizá nos haya oído esta noche!…
—¡Imposible, imposible! Trabaja, repito, en su Don Juan Triunfante, y no se ocupa de nosotros.
—Está usted tan poco convencida que no deja de mirar hacia atrás.