El señor Mifroid, seguido de un cortejo que va engrosándose poco a poco, se dirige a la administración. Mercier aprovecha el desorden para deslizar una llave en la mano de Gabriel:
—Esto se está poniendo feo —murmura—. Ve a soltar a mamá Giry.
Y Gabriel se aleja.
Pronto llegan ante la puerta de la dirección. En vano Mercier les conmina a que abran. La puerta no se abre.
—¡Abran en nombre de la ley! —ordena la voz clara y un tanto inquieta del señor Mifroid.
Por fin la puerta se abre. Se precipitan en el despacho detrás del comisario.
Raoul es el último en entrar. Cuando se dispone a seguir al grupo, una mano se posa en su hombro y oye estas palabras pronunciadas en su oído:
—¡Los secretos de Erik no le incumben a nadie!
Se vuelve ahogando un grito. La mano que se había posado en su hombro está ahora sobre los labios de un personaje color ébano y ojos de jade, cubierto con un gorro de astracán… ¡El Persa!
El desconocido prolonga el gesto que recomienda discreción y, en el momento en que el vizconde, estupefacto, va a pedirle la razón de su misteriosa intervención, el otro saluda y desaparece.