El Fantasma de la Ópera

—No tengo la menor idea de si ha sido realmente el señor conde de Chagny quien ha raptado a Christine Daaé…, pero tengo que saberlo, y no creo que en este momento haya alguien con más deseos de informarme que su hermano el vizconde… ¡Ahora debe estar corriendo, volando! ¡Es mi principal ayudante! Este es, señores, el arte, que parece tan complicado de la policía, y que resulta no obstante de una asombrosa simplicidad cuando se descubre que lo mejor es hacer desempeñar el papel de policía a personas que no lo son.

Pero quizás el comisario Mifroid no habría estado tan orgulloso de sí mismo si hubiera sabido que la carrera de su rápido mensajero había sido frenada al entrar éste en el primer corredor, libre ya de la masa de los curiosos a los que se había dispersado. El corredor parecía desierto.

Sin embargo, una gran sombra se interpuso en el camino de Raoul.

—¿Adónde va tan aprisa, señor de Chagny? —había preguntado la sombra.

Raoul, impaciente, había levantado la cabeza y reconocido el gorro de astracán de antes. Se detuvo.

—¡Otra vez usted! —gritó con voz febril—. ¡Usted que conoce los secretos de Erik y que no quiere que yo hable de ellos! ¿Quién es usted?

—Lo sabe muy bien… ¡Soy el Persa! —dijo la sombra.

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