El Fantasma de la Ópera

Y he aquí que descubría el lazo a nuestros pies en la cámara de los suplicios… No soy nada pusilánime, pero un sudor frío me inundó el rostro.

La linterna, cuyo pequeño disco rojo paseaba por las paredes de la famosísima cámara, temblaba en mi mano.

El señor de Chagny se dio cuenta y me dijo:

—¿Qué pasa, señor?

Le hice una violenta señal de que se callara, ya que aún abrigaba la suprema esperanza de que nos encontráramos en la cámara de los suplicios sin que el monstruo lo supiera.

Pero ni aquella esperanza era la salvación, ya que aún podía imaginar muy bien que, por el lado del sótano, la cámara de los suplicios protegía la mansión del Lago, quizás incluso automáticamente.

Sí, los suplicios iban a comenzar quizás automáticamente.

¿Quién hubiera sido capaz de decir qué gestos nuestros los desencadenarían?

Recomendé a mi compañero la inmovilidad más absoluta. Un silencio aplastante se cernía sobre nosotros.

Y mi linterna roja seguía dando la vuelta a la cámara de los suplicios… la reconocía, sí… la reconocía…

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