El Horror de Dunwich

Pero esto no fue sino simplemente el prólogo del verdadero horror de Dunwich. Las autoridades oficiales, desconcertadas, llevaron a cabo todas las formalidades debidas, silenciando acertadamente los detalles más alarmantes para que no llegasen a oídos de la prensa y el público en general. Mientras, unos funcionarios se personaron en Dunwich y Aylesbury para levantar acta de las propiedades del difunto Wilbur Whateley y notificar, en consecuencia, a quienes pudieran ser sus legítimos herederos. A su llegada, encontraron a la gente de la comarca presa de una gran agitación, tanto por el fragor creciente que se oía en las abovedadas montañas como por el insoportable olor y sonidos —semejantes a un oleaje o chapoteo— que salían cada vez con mayor intensidad de aquella especie de gran estructura vacía que era la granja herméticamente entablada de los Whateley. Earl Sawyer, que cuidaba del caballo y del ganado desde el fallecimiento de Wilbur, había sufrido una aguda crisis de nervios. Los funcionarios hallaron enseguida una disculpa para que nadie entrase en el hediondo y cerrado edificio, limitándose a girar una rápida inspección a los aposentos que habitaba el difunto, es decir, a los cobertizos que Wilbur había acondicionado en fecha reciente. Redactaron un voluminoso informe que elevaron al juzgado de Aylesbury y, según parece, los pleitos sobre el destino de la herencia siguen aún sin resolverse entre los innumerables Whateley, tanto de la rama degenerada como de la sin degenerar, que viven en el valle regado por el curso superior del Miskatonic.

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