Nos encontrábamos ahora, después de la lenta ascensión, a una altura de veintitrés mil quinientos setenta pies, según el barómetro, y habÃamos dejado atrás definitivamente las regiones de suelos cubiertos de nieve. Allá arriba solamente se veÃan oscuras y desnudas laderas de roca y el nacimiento de glaciares de ásperas aristas, pero aquellos inquietantes cubos, bastiones y bocas de cueva resonantes añadÃan un algo portentoso, antinatural, fantástico, semejante a un sueño. Mirando a lo largo de la hilera de elevadas cumbres, creà ver la mencionada por el desgraciado Lake, un pico coronado por un bastión que se elevaba sobre la misma cima. ParecÃa estar medio envuelto en una extraña neblina antártica -una neblina que probablemente sugirió a Lake la idea de volcanismo-. La garganta se abrÃa inmediatamente ante nosotros, lisa y barrida por el viento entre abruptas elevaciones de maligno ceño. Más allá se veÃa un cielo perturbado por torbellinos de vapores e iluminado por el bajo sol polar, el cielo de los misteriosos reinos de un más allá que, según creÃamos, jamás habÃa sido visto por ojos humanos.