En las montañas de la locura
Creo que los dos gritamos simultáneamente de pavor, de asombro, de terror y de incredulidad de los sentidos, cuando al fin salimos del desfiladero y vimos ‘lo que había más allá. Por supuesto, alguna teoría natural debió alentar en el fondo de nuestra mente calmando nuestras facultades en aquel momento. Probablemente pensamos entonces en las piedras del Jardín de los Dioses en Colorado, grotescamente modeladas por el tiempo, o en las rocas fantásticamente simétricas esculpidas por el viento en el desierto de Arizona. Puede que incluso pensáramos que lo que veíamos era un espejismo, como el que habíamos visto la mañana anterior al acercarnos por primera vez a aquellas montañas de locura. A estas ideas normales tuvimos que recurrir cuando nuestras miradas recorrieron la interminable altiplanicie marcada por las cicatrices de las tempestades y cuando percibimos el casi infinito laberinto de masas rocosas, colosales, regulares y geométricamente eurítmicas que alzaban sus desmoronadas crestas, llenas de hoyos como de viruelas, por encima de una costra de hielo de grosor no superior a los cuarenta o cincuenta pies en sus partes más espesas, y evidentemente más delgada en otras.




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